viernes, 11 de mayo de 2012

Inteludio.- Juan 8:12

¿Dónde estoy, Señor? Está oscuro aquí, es la noche inmensa como un mar que lo anegara todo. ¿Prestas oído a las plegarias de mi alma? Me siento derivar en la oscuridad mecido entre las sombras y los ruidos. Y un hambre infinita.
            ¿Dónde estás, Señor? ¿miras acaso desde algún lugar a tu siervo horadar este valle de sombras?
            Hay momentos en que, vencido, me arrojo al suelo, acunando mis rodillas con los brazos en amarga remembranza de aquella noche intrauterina. Señor, hay momentos en que me rindo. El tiempo pasa desmedido y un enjambre de ruidos vibra y vibra hasta fundirse en una sola nota que enmarca tu silencio y me destroza.
            Tras mis párpados entonces cruzan los recuerdos. Un mundo iluminado de bordes definidos, la bata blanca, inmaculada; la caligrafía de un dorado doloroso en los diplomas; la irregular caricia del tapizado en la silla de espera. Las palabras del doctor, infinitamente menos reales que la para tantos imperceptible vacilación de las lámparas del techo.
            Me quedaría ciego en menos de seis meses.
            ¿Dejarías, Señor, Tú toda luz, hundir mis ojos en un cuenco de paulatina tinta? ¿De verdad, Señor, el manantial de tu Palabra, mi desgastada Biblia, coartado de golpe y el tacto de resecas páginas restando?
            Mi vista fue menguando con la luz de aquel verano. Mis manos arañaban el cuero de mi Biblia al cerrarse, trémulas. Cada vez más pronto sentía la luz de la tarde insuficiente para las letras minúsculas. Pero ahora en esta negrura sin horizontes todavía puedo, como podía en aquellos crepúsculos, ver al igual que en el libro de Daniel una mano invisible tatuando en fuego mis párpados cada letra una a una y versículo a versículo: una espiral ígnea de trazos apresurados, formando la historia, Señor, de tu hijo.
            Tras el fuego de mis párpados veo a tu Hijo con las manos llenas de barro, aquel barro que mezcló con su saliva. Veo cómo avanza, enorme, sus manos milagrosas resplandecientes de luz que se posan como la Paloma sobre mis ojos. Todo luz y gentil toque en la fragilidad de mis ojos muertos. Y entre el ruido, esos ruidos terribles y magnificados por la ceguera, su Palabra toda luz y exoneración.
            Ni pecó éste ni sus padres sino que eso ha ocurrido para que las obras de Dios se manifiesten en él.
            Y recuerdo la fe en la agonía de cada atardecer. Dormía llorando, conmovido, entonces.
            Hoy remedo sus manos recorriendo mis ojos muertos buscando la humedad huidiza de una lágrima.
            Vino el otoño y el invierno le seguía los pasos. Nunca deje de visitar tu templo. Veía el rostro de tu Hijo, mirándome con una piedad infinita. No dejé ni uno solo de los días que languidecía la luz del mundo de arrodillarme a los pies de su cruz, rogando por el milagro. Su cuerpo crucificado era una isla en un mar negro como la tinta. Un faro, un resto de luz. Luego solo su rostro en el mar umbrío, incesante. En la oscuridad de tu templo la noche se volvió definitiva. Era navidad.
            Manos extrañas me condujeron a casa en medio del terror. En medio de las lágrimas, de la fe que crujía dentro de mi pecho oprimido, Señor, lo confieso.
            Al día siguiente caminé por mis propios medios a tu templo. Humildemente, en una peregrinación improvisada, dolorosa, de lástimas, tropiezos y los sonidos del terror. A pasos penitencia y extendiendo mis manos dando forma al camino.
            Volví de la misma forma a mi casa y a otra noche de tu silencio. Encendí una vela al crucifijo que recordaba sobre mi ventana.
            Bogué la oscuridad cada vez con más firmeza, anclando mis pasos entre los ruidos y el tacto. La campana de la escuela en sincronía con sus barandales. La cabina telefónica y el retazo de una conversación. Las irregularidades de la banqueta y el chasquido de las luces al cambiar en el semáforo. La música del órgano aumentando de intensidad al ir pasando los respaldos acolchados. Los fríos pies del crucificado y tu silencio.
            Y de regreso a casa, el crepitar de la llama y mi oración callada.
            Cada día, cada noche.
            Señor, ¿es este el purgatorio? Extiendo mis dedos hacia la oscuridad sin orillas. ¿Dónde estás, Señor, dónde estás?
            Los días y las noches se deslizaron entre mis dedos con la precisión de los granos en un reloj de arena. Todos textura y sonido.
            Pero tus caminos, Señor, son inescrutables. Aquella noche de verano, tendido en mi cama cubierto de sudor, te pedí desesperado una señal. Una brisa se coló por la ventana, toda olorosa a limones, escuché las cortinas oscilando. Dormí en paz.
            Estaba la vela. Las cortinas ardieron, los sillones, los muebles. Desperté un segundo abrasado, con los pulmones fatigados de ceniza. Danzaron tras mis párpados sombras rojizas, imposibles. Luego nada.
            Todo frío. Hambre. Ceniza y tu silencio. Y fue invierno para siempre.

            Ahora vago por noches infinitas y las sombras susurran incansablemente palabras sin sentido, un zumbido persistente como un enjambre. A veces siento en este valle inmenso el escalofrío de un toque, presencias que se alejan como peces de las profundidades.
            Creo en ti, Señor. Eres la luz del mundo. Te seguiré buscando en las tinieblas. En esta muerte.
            Me traiciona el recuerdo de una tarde en mi niñez. Un experimento infantil: colocaba una hoja de árbol traspasada por una aguja imantada, flotando en un vaso. Lentamente la aguja marcaba el norte. Pero una sola sacudida y se precipitaba hacia el fondo del vaso, perdida.
            Así inmóvil, esperaba dejando fluir las sombras a mi alrededor, acallando el ruido vibrante. Algo sutil, una onda concéntrica en el mar de negrura, un sonido pleno de armonía. Y recorría imantado una cuerda tendido sobre abismos de extravío. Estaba en casa.
            A veces caía, desconcentrado, y quedaba tendido y sollozante en la noche sin orillas.
            Otras veces eras tú, Señor, la imantación de mi corazón. Sin barandales, ni cabinas, ni la fisura de banquetas, sin la sirena malherida de un órgano, me sabía a los pies de tu hijo crucificado. Y en sus brazos traspasados encomiendo mi espíritu. ¿A mí también me has abandonado?
            ¿Es este infierno tu ausencia?

In winter ash / Virgin Black




I lie with blackened chest.
 Yazgo con el pecho ennegrecido.

Tears, dense, welling in swollen eyes
 Lágrimas, densas, manando de mis ojos hinchados

resplendent in winter´s ash.
 resplandecen en la ceniza del invierno.
My God be upheld in our distress,
 Mi Dios sostiene en nuestro pesar,
my cries fill the air.
 mis lamentos llenan el aire.

Domine libera manes defunctorum
 Señor, libera a los espíritus de los muertos

Winter envelopes
 Cubierto de invierno

I lie with blackened chest.
 Yazgo con el pecho ennegrecido.
Tears, dense, welling in swollen eyes
 
Lágrimas, densas, manando de mis ojos hinchados

resplendent in winter´s ash.
 resplandecen en la ceniza del invierno.
Where is my God, in the dull ear of night?
 
¿Dónde está mi Dios, en el oído sordo de la noche?

With tuneless voice, a requiem sung,
 Con una voz discordante, un requiém cantado,
wailing and breadless, alone

 en pesar profundo y sin pan, solo
on a flower strewn earth.
 sobre un suelo cubierto de flores.
Where is my God?
 
¿Dónde está mi Dios?

Look at me, upon my bruised head,
 Mirame, sobre mi cabeza malherida,
Taste my ruin, my ashen soul
 
saborea mi ruina, mi alma cenicienta

I tread alone
 
Vago solitario

winter envelopes.
 El invierno me envuelve.

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